Qué es la Gamificación y por qué está tan presente en la educación y otros entornos: el videojuego como corriente de diseño
La gamificación está de moda. Este término que se pasea por nuestra sociedad enarbolando las bondades del videojuego se ha hecho tan popular que ha penetrado en el imaginario colectivo traspasando, incluso, las áreas especializadas en las que ha entrado con más fuerza: como el entorno laboral, el márketing o la docencia. Una corriente de diseño que se ha convertido en una palabrota que, al que más y al que menos, le resultará familiar. Pero, ¿qué es exactamente la gamificación? No se trata de una definición categórica, pero sin errar mucho el tiro podemos describirla como la incorporación de mecánicas y sistemas propios del juego a espacios no lúdicos. Acogiéndonos a esa definición, y entendiendo el videojuego como una de las formas más populares que ha adoptado el juego en la actualidad, es fácil intuir que su grado de influencia en todo esto es alto.
Esta teoría, envuelta en su cegadora luz, parece contener respuestas (junto a las hiperaulas y otros términos mesiánicos) a muchos de los males que asolan, por ejemplo, nuestro sistema educativo. Pero como suele ser habitual, seguramente lo más sensato sea asumir que además de luces, también hay sombras, y que de la misma forma que el videojuego y el juego, por si solos, no curan la depresión, tampoco funcionan como elixires mágicos capaces de motivar a todo estudiante y trabajador que se cruce en su camino. Aunque eso no niega la existencia de cierto potencial que puede ser aprovechado siempre que no se pase del uso, al abuso. Lo que es seguro, es que se trata de una corriente que, a día de hoy, se encuentra completamente integrada en nuestra sociedad, por lo que, creo, puede resultar interesante realizar una pequeña aproximación que, con suerte, nos ayudará a ordenar cuatro ideas básicas. Comenzamos.
Motivaciones, orígenes y recorrido
Apuntando a sus orígenes, o más bien a su motor ideológico, llegamos a Jane McGonigal, que tal y como nos cuenta Salvador Gómez en Game & Play (Aranda, Gómez, Navarro & Planells, 2015), y pese a no acuñar el término, estableció los principios de la gamificación en 2011, en su libro Reality is broken. Why games make us better and how they can change the world. En este ensayo pone de manifiesto la insatisfacción general del individuo con su realidad, señalando el juego y sus entornos como herramientas que pueden ser utilizadas para mejorarla. ¿Cómo? A través de mecánicas y sistemas, propios del juego, capaces de captar la atención del sujeto e impulsarlo a seguir jugando. De aquí, extraemos dos ideas clave cuya relación constituye la razón de ser de todo esto: jugador y motivación. La gamificación orbita en torno a ellas, intentando establecer el tipo de “jugador” en cada momento para así aplicar mecánicas y sistemas propios del juego que sean capaces de generar motivación en la persona, como la exploración, el reto, las recompensas por objetivos, las listas de seguimiento, la competitividad fundamentada en clasificaciones, los sistemas de puntos y niveles o los logros.
La gamificación aparece como una respuesta a la falta de motivación que acostumbra a habitar en actividades que el ser humano realiza porque debe, no porque quiere. Y sin motivación es difícil que prenda la llama de la implicación, que es capital a la hora de alcanzar buenos resultados tanto en el trabajo como en los estudios. Existen estrategias de motivación, de sobra conocidas y naturalizadas, destinadas a que alumno y trabajador se impliquen. Las notas, el sueldo, el reconocimiento por el trabajo bien hecho, las penalizaciones, los castigos, los premios… En definitiva, estrategias de motivación extrínseca cuyo objetivo último es conseguir que tengamos ganas de hacer algo que, en un momento dado, puede que no nos apetezca. En términos generales, la lógica dice que si nos pagan más tendremos más ganas de trabajar, al igual que, cuando éramos pequeños, si sabíamos que nos esperaba un premio por aprobar (o un castigo por suspender) solíamos esforzarnos más en la escuela (algunos). Pero ese tipo de motivación conductista poco tiene que hacer frente a la motivación intrínseca, aquella que surge del interior de la persona, de su curiosidad, del ansia de conocimiento, o del placer que le provoca la eficiencia en su trabajo, algo que está estrechamente relacionado con la idea de lo vocacional, y que suele traducirse en una implicación total en aquello que se está realizando. Es ahí, en la búsqueda de ese nivel de implicación, donde hace acto de presencia el videojuego.
Ya lo sabemos todos, la industria del videojuego es, a día de hoy, el negocio de entretenimiento que más dinero mueve a nivel mundial. Lo que quiere decir que hay millones de personas que juegan cada día, que lo hacen de forma voluntaria asumiendo los costes económicos de dicha actividad y que, además, muestran unos niveles de implicación elevados. Desde esas cifras, que se usan para certificar la fórmula, comienza la simplificación del mensaje. Si el problema de la educación es la implicación, ¿por qué no imitar aquello que mayor éxito tiene en ese campo? Fröbel (1782-1827), considerado el padre del jardín de infancia (Kindergarten), ya puso el foco sobre el juego como elemento de interés del niño e instrumento básico de la educación (aunque desde otro enfoque), algo que rescataron las teorías educativas de finales del siglo XIX, que dieron lugar a movimientos como La Escuela Nueva, que bebía de los postulados de Rosseau, Pestalozzi y el propio Fröbel, y de la que salieron nombres tan populares como el de Maria Montessori; por lo que puede que lo de acudir al juego, o por evolución lógica de nuestro tiempo, el videojuego, no sea algo tan revolucionario como parece.
Hay potencial, pero también hay peligro
Sin embargo, la aproximación es interesante, y no se puede negar que, pese a no ser el mensaje divino que en ocasiones parece, del videojuego se pueden rescatar varios elementos que, aplicados con mesura, hacen de la gamificación una herramienta poderosa. Dicho esto, a la implicación podemos sumarle la gestión del fracaso y la presencia continua de feedback. El fracaso está estrechamente vinculado al aprendizaje, por lo que es necesario aprender a relacionarse con él, y el videojuego nos entrega espacios seguros y controlados en los que el fracaso, de una forma mucho más natural, puede ser percibido como parte del proceso de aprendizaje (que se lo digan a Miyazaki). Además, el videojuego se ocupa continuamente de comunicarnos el estado de nuestra partida, la monitoriza valorando de modo constante nuestra actuación mediante sistemas de puntuación, barras de vida, etc. Algo altamente aprovechable en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Hablamos, por tanto, de elementos que cuentan con potencial a la hora de mejorar la acción educativa y de generar interés. Entonces, ¿dónde están los inconvenientes?
El primero lo encontramos en la mesura. Gamificar en exceso, independientemente de su ámbito de aplicación, puede ser contraproducente, y hacerlo sin conocimiento de causa también. No obstante, se trata de un proceso complejo, y requiere de conocimientos sobre pedagogía que van más allá de cuatro pinceladas superficiales. Si no se lleva a cabo como es debido, el alumno no interioriza el conocimiento, y la actuación se vuelve perniciosa. No es lo mismo gamificar una actividad de refuerzo, algo que puede resultar hasta natural, que intentar conseguir que el alumno alcance la construcción de su propio conocimiento mediante todo un programa gamificado. Eso son palabras mayores.
Pasando a lo laboral, y dejando claro que, a diferencia de lo que ocurre con el ámbito de la docencia, no cuento con formación, creo que es relativamente fácil dar con usos cuestionables. Intentar hacer pasar por juegos test psicotécnicos y exámenes teóricos, que son en realidad pruebas de cribado de un proceso de selección, mientras se le espeta al aspirante mensajes del tipo “no te olvides de divertirte”, me parece hasta cruel. Por otra parte, trasladarlo al ámbito de la formación, en según qué términos, es poco menos que el giro de guion definitivo para pervertir el término. Una finalidad para la que existen multitud de empresas con servicios y productos digitales que prometen, por ejemplo, “formar masivamente a los empleados y mantenerlos comprometidos mediante técnicas de gamificación que hacen que el aprendizaje sea divertido, ofreciendo herramientas perfectas para el conocimiento de nuevos productos”. No es nada nuevo, el mercado no deja pasar una y, evidentemente, la capitalización del término no se hizo esperar.
Esa mercantilización supone, de entrada, la pérdida de control sobre el proceso. Poco tiene que ver una unidad didáctica de refuerzo bien estructurada, planificada por un profesor con los conocimientos adecuados y con el objetivo último de que sus alumnos interioricen una serie de conceptos, con un software desarrollado por una empresa o con un videojuego de los catalogados como serious games (que discurren por senderos diferentes a los de la gamificación), indudablemente más alejados de las realidades que se dan tanto en un aula como en una oficina. Todo esto sin entrar al fondo de la cuestión, algo que muchos de los que somos aficionados al videojuego nos hemos preguntado más de una vez: ¿por qué jugamos?
La razón de ser
Aquí, de nuevo, toca recurrir a la academia y al estudio que esta ha ido efectuando tanto sobre el juego como sobre el videojuego, desde Johan Huizinga y su Homo Ludens, hasta autores contemporáneos como Miguel Sicart con su Play Matters, o Víctor Navarro en Libertad Dirigida, todos ellos coinciden en el carácter autotélico del juego, en el hecho de que jugar es acto y fin al mismo tiempo. El objetivo del juego es experimentar el propio juego. Cuando manejamos a Mario, a Joel o al Jefe Maestro, cuando colocamos bloques en Tetris Effect o echamos un Fifa lo hacemos (por norma general) porque nos apetece experimentar esa actividad. Se trata, por lo tanto, de un acto voluntario generado por una motivación intrínseca que, lógicamente, va acompañado de una gran implicación.
Ahora bien, ¿qué pasa cuando el juego no es voluntario?, ¿qué pasa cuando uno se ve obligado a participar en un juego en contra de su voluntad, a aceptar sus reglas y vincularse a ellas sin poder decidir si quiere participar?, ¿podemos hablar, entonces, de altos niveles de implicación?, ¿se divierte aquella persona que se está viendo obligada a realizar test teóricos en el proceso de selección de un trabajo?, ¿disfruta el niño que afronta un Kahoot cuando se encuentra lejos de dominar la materia del mismo? Evidentemente, estas preguntas no invalidan el potencial de aquellos elementos, propios del videojuego, que pueden ser utilizados para mejorar la implicación de una clase, pero creo que sí sirven para llamar la atención sobre el peligro de beatificar el videojuego y todo lo que le rodea. En este sentido, acudiré de nuevo a Sicart, para señalar que, tal y como apunta en el primer capítulo de Play Matters, jugar es una manifestación de la humanidad, un medio a través del cual nos expresamos en el mundo, y como tal no está exento de cierto peligro.
Con esta pequeña organización de ideas, que espero pueda servirle a cualquiera que no supiera mucho sobre el tema y tuviera cierta curiosidad, no pretendo criminalizar la gamificación. Al contrario, se trata de una corriente por la que llevo años interesándome, pero pienso que es importante mantener cierto espíritu crítico sobre los cantos de sirena que nos llegan en torno a todo aquello que rodea al videojuego y su legitimación. No vaya a ser que nos sigan metiendo goles, que la pasión despista.