Algunos clientes le hacen sentirse como abogado esclavo

Algunos clientes le hacen sentirse como abogado esclavo

Algunos clientes le hacen sentirse como abogado esclavo

Una mañana en la que yo transitaba por una avenida del centro de Sevilla me encontré a mi amigo y compañero Francisco Rodríguez con su traje cruzado gris marengo, el maletín negro y muy repeinado.

Me saludó efusivamente y me invitó a tomar café. Cuando me preguntó si ya me había dado de alta en el Colegio de Abogados, le confesé que soñaba con ello pero pretendía terminar mi periodo laboral en una compañía de seguros como inspector comercial.

Me animó a ejercer como abogado cuanto antes y me expuso eufóricamente varias de las ventajas que tenía nuestra bonita profesión.

Él tenía un horario libre, no tenía jefe, si le apetecía tomar un café con un amigo no tenía que darle explicaciones a nadie, tomaba los casos que le parecían bien y le pagaban adecuadamente; rechazaba a los clientes que no le respetaban o pretendían mandar en él, elegía sus días de descanso y algo muyimportante: le iba muy bien y ganaba seis veces más que yo.

Cuando salí de la cafetería y me despedí de mi amigo abogado, volví a mirar la tarjeta de visita que me había entregado con la inscripción “Francisco Rodríguez Linares, Abogado”.

Yo quería ser como Paco Rodríguez, deseaba dejar la compañía de seguros y estar en el foro, como ya lo había decidido incluso antes de cursar la carrera de Derecho.

Me había preparado para ello asistiendo a juicios en los juzgados durante mis estudios, había hecho una pasantía en quinto curso y había seguido el curso de práctica forense.

Y con los ahorros que tenía por mi trabajo de inspector, podría pagar mi alta en el colegio de abogados y a la imprenta para que preparase mis tarjetas y las carpetas para expedientes.

Volví a la oficina de la aseguradora pensando en mi amigo el abogado, elegante, feliz y comiéndose el mundo.

Yo estaba sometido a un horario, aunque ciertamente flexible, debía cumplir unos objetivos, tenía un jefe, si quería delegar algún trabajo en mis compañeros no todos estaban dispuestos a asumir la tarea y el sueldo que cobraba no era el que me habían prometido.

LA FUERZA DE UNA PASIÓN

Pero yo quería ser un profesional liberal.

Quería ser el abogado penalista que tantas veces había visto en las películas americanas interrogando hábilmente a los testigos ante el jurado y exponiendo un brillante alegato final.

Quería ponerme la toga ante los tribunales penales y defender a mis clientes sin temer las altas penas que les solicitase el fiscal.

Era una pasión la que tenía por entrar en el emocionante mundo de la abogacía.

Poco después y por esas casualidades de la vida, conocí a mi maestro Fernando Lazusta, quien me animó a darme de alta inmediatamente y a pasarme por su bufete esa misma tarde pues tenía allí mucho trabajo pendiente y le hacía falta una mano.

Casualmente, cuando llegué a su despacho, su secretaria estaba redactando a máquina una minuta de una cuantía muy alta y él me dijo:

– Luis, para que tú veas el dinero que se puede ganar en esta profesión.

Ciertamente, los honorarios eran considerables. Mis héroes eran los abogados como Fernando que disfrutaban con su profesión y podían llevar su vida sin nadie que les diese órdenes.

Uno de los primeros libros que compré sobre la profesión fue “Abogacía y abogados” de José María Martínez Val, sirviéndome todavía de referencia muchos de sus consejos y reflexiones, abriendo a menudo páginas subrayadas hace más de treinta años.

Lo que más me gustaba de la abogacía era la libertad. Yo, aunque ejercí como pasante en el referido bufete, ya desde el primer día abrí mi propio despacho en mi pueblo; recibiendo a mis primeros clientes a los que entusiasta y orgullosamente entregaba mi tarjeta profesional, escuchaba con atención mientras consultaba el código penal o civil, tomaba notas detalladas a mano y naturalmente les informaba del coste de mis servicios.

Cuando me encargaban un pleito o una defensa, tomaba una carpeta con mi nombre inscrito en la portada, anotaba el nombre del cliente, el asunto y el número de expediente; ordenaba en su interior las notas y los documentos, trazando posteriormente la estrategia a seguir.

Algunos clientes le hacen sentirse como abogado esclavo

Cuando me establecí del todo por mi cuenta, unos meses después recibí a una madre y a una hermana de un joven que estaba en prisión provisional por un delito de tentativa de asesinato, por haber golpeado repetidamente con su casco de moto a otro joven en la cabeza, encontrándose éste en estado grave.

No habiéndoles solicitado unos honorarios muy altos, pronto me di cuenta que eran demasiado bajos para “la lata” que me estaban dando.

Al poco tiempo de haberme contratado y viendo ellas que días después aún no había salido su pariente de la cárcel, me esperaron una mañana en el portal del edificio donde había ubicado mi primer bufete, ocurriéndome que el desayuno que acababa de consumir en el bar de al lado se me indigestó al ver que la jornada se iniciaba con una visita no esperada.

Ya arriba, en esa reunión impuesta, me interrogaron sobre el día en que iba a salir su hermano o su hijo, según me preguntara su consanguínea o quien le trajo al mundo.

Yo les contestaba que ya había presentado mi escrito solicitando la libertad provisional aunque fuese con fianza y estábamos a la espera de la decisión del juez, a quien además había visitado.

MI PRIMER ESCRITO DE RENUNCIA

Ellas me hablaban las dos casi a la vez muy nerviosas insistiendo una y otra vez en que el preso debía de salir ya del lugar donde no debía estar, pues se trataba de un accidente que él no había causado intencionadamente.

Y por mucha entereza con que yo pacientemente las oía y las diversas explicaciones y compromisos por mi parte, pocas horas después me llamaban por teléfono o solicitaban una nueva cita, cuando pocas horas antes nos habíamos reunido sorpresivamente.

Y así, una y otra vez.

Pocas semanas después, fui consciente de que para mantener mi independencia y mi libertad, debía a estas clientas invitar a abandonar mi bufete para siempre, redactando mi primer escrito de renuncia a una defensa, que como recordaba haber leído en el Estatuto General de la Abogacía y en nuestro Código Deontológico, no tenía yo por qué explicar la causa de dicho abandono, aunque muy bien podría haber ilustrado al juez que dimitía por la exagerada insistencia de ambas damas día sí y día no.

Aunque los primeros años son muy ilusionantes para un abogado, muy pronto tomamos conciencia de que aquellos de los que dependemos para tener éxito en nuestra profesión, nuestros clientes, también pueden convertirse en los causantes de desagradables experiencias, de amarguras en días que deberían ser felices y de aciagos momentos en los que no comprendemos cómo ese arrendatario de nuestros servicios no percibe nuestra entrega y no tiene más paciencia a la espera de un resultado al que no estamos obligados pero desde luego pretendemos.

Un día decimos “Bueno, ha llamado varias veces en pocos días, pero ya dejará de llamar y esperará a que yo le llame”, otro día pensamos “Bueno, hoy se ha presentado aquí sin cita y me ha hecho perder una hora, llegando a casa más tarde pues debía terminar un recurso”, o “Me ha pagado religiosamente la minuta y por eso debo soportar sus insistentes preguntas sobre el mismo tema”.

También cavilamos “¡Ya se cansará, tendrá otras cosas que hacer!”.

He recordado estos días aquella imagen estrechando la mano de mi amigo Paco Rodríguez, letrado del Ilustre Colegio de Sevilla, cuando me animaba entusiastamente a comenzar la carrera de abogado pues me esperaban unas hermosas experiencias.

LIBERTAD

Yo quería tener mi propio horario, elegir libremente mis vacaciones, ganar dinero, y sobre todo, pasear por la calle feliz como mi colega, asiendo el maletín con varios expedientes de mis casos y un listado de mis primeros clientes.

Deseaba encontrarme con amigos y conocidos que me preguntasen a qué me dedicaba para responderles con una amplia sonrisa:

– ¡Soy abogado!

Y podría entrar a los juzgados saludando a otros compañeros que en ese momento sabrían ya que yo era abogado y muy pronto me verían con la toga junto a la puerta de una sala de vistas.

Bajaría a la cafetería de los juzgados, en aquellos años invadida por el espeso humo de cientos de cigarrillos sostenidos en las manos de jueces, fiscales, abogados, clientes, peritos, funcionarios, médicos forenses y otros empedernidos fumadores.

Esperando a que alguien entre esa multitud cubierta por la neblina del humo del tabaco me dijese:

– ¡Hombre, Luis! ¿Ya te has dado de alta? ¡Enhorabuena!.

Tras tomar un café o una cerveza, subiría a la biblioteca del Colegio de Abogados, para seleccionar un tomo de Aranzadi y consultar posibles sentencias que me ilustrasen en uno de mis nuevos casos.

Sin embargo, cuando menos lo esperas, eres sorprendido por un cliente que cree que por haberte contratado cumpliendo además con su obligación de pago, puede mandar en ti dándote órdenes más o menos precisas, controlar tu trabajo y hasta tu agenda y el modo de vivir.

Te advierte de que no has contestado aún a su atento «Whatsapp» –que ya has leído sin embargo– que no le has enviado copia del último escrito, que tu secretaria no le ha dado cita para esa misma tarde, y que el sábado te pide disculpas por llamarte a fin de ilustrarte de importantes e inaplazables advenimientos.

Hace unas semanas, un cliente me contrató y ordenó transferir desde su cuenta a la de mi sociedad profesional justamente el importe que en la hoja de encargo se había determinado.

Creyó él que ya era dueño de mi tiempo y de mi libertad, enviando mensajes a mi móvil con una constancia que me hacía recordar que ese cliente estaba disfrutando de una baja laboral que le permitía disfrutar de bastante tiempo libre.

UN AGOBIO

Era yo su entretenimiento principal y ya esa mañana en la que yo le había informado que iba a visitar el juzgado para interesarme por su expediente y hablar con el juez –si éste me concedía el honor de recibirme– me escribió antes de llegar a mi destino en una localidad un tanto apartada de mi oficina, haciéndome saber que ya estaba junto a la puerta del juzgado y permitiéndose preguntarme sobre el tiempo aproximado en que yo habría de llegar al edificio judicial.

¡Pues él ya estaba allí!

Yo no debía coger el móvil y menos leerlo cuando mis manos debían estar al volante y yo atento a la carretera y sus circunstancias.

Por eso, era la compañera de mi despacho que me acompañaba quien me informaba de los numerosos mensajes de whatsapp que a mi móvil sin cesar iban arribando con preguntas de este señor tan interesado en los más nimios detalles de mi programada audiencia en el juzgado: que si se había sentado en el banco que había a pocos metros de la puerta del juzgado en la acera de enfrente, que si yo debería aparcar en el «parking» que estaba muy cerca del tribunal (a unos quinientos metros).

Porque allí no se podía parar en la calle, que estacionara mi coche en la tercera planta. Porque las dos primeras ya estaban completas. Que ya le había dicho él al guardia civil de la entrada que su letrado estaba a punto de llegar. Y que si sabía si el juez había regresado ya de tomar café.

Que creía haber visto al abogado contrario entrando hacía escasos instantes y éste había saludado a un funcionario muy entusiastamente porque seguramente serían amigos. ¿Influiría ese afecto en nuestro pleito?

Que cuántos kilómetros me quedaban para entrar en el pueblo, que no tardara mucho pues ese parking se quedaría pronto sin plazas libres. ¡Que en cualquier momento podría el juez salir y no volver!

No voy a seguir enumerando las profusas comunicaciones de este cliente en los días siguientes, quien por cierto no había puesto ningún reparo en mis honorarios que creí calcular bien y no eran bajos.

Pero sí deseo revelar que he debido advertirle a este buen hombre que quien toma la última decisión es el abogado y no el cliente, pues para eso me ha encomendado su asunto y es el abogado quien determina las gestiones y modo de proceder, el ritmo de sus acciones y otros extremos relativos al caso confiado, asumiendo, por supuesto, la responsabilidad que sea menester.

Y, finalmente, que el abogado es libre para todo eso e incluso, para renunciar a su defensa si fuese necesario.

No nos damos cuenta a veces de que nos estamos desviando de aquellos propósitos que asumimos aquellos días de los primeros tiempos de nuestra carrera en los que realmente nos sentíamos libres, haciéndonos esclavos ahora de algunos patrocinados nuestros que más o menos diplomáticamente nos van ilustrando sobre la estrategia a seguir, que nos envían correcciones o adiciones a nuestros escritos, que aportan más y más documentación, que creen tener otra u otras nuevas pruebas, que nos remiten jurisprudencia que han encontrado en Google o la legislación aplicable según un artículo que han recién leído en una prestigiosa revista jurídica digital, o algunos párrafos de un formulario que han comprado por internet.

Y ahí lo tenemos de nuevo, frente a nosotros, esa tarde en la que esta vez sí le hemos dado cita por propia iniciativa y un nudo se hace en nuestra garganta cuando tan educadamente nos pregunta cómo estamos y qué tal van las cosas, no siendo capaces de decirle que el motivo de la reunión es comunicarle nuestra renuncia.

¿Dejamos el caso ahora que ya hemos hecho lo más importante?

¿Nos perderemos estar presentes en los próximos actos procesales?

¿Nos ausentaremos del juicio?

¿Ya no le comunicaremos esa sentencia que confiamos nos sea favorable?

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